jueves, 17 de febrero de 2011

Cantos de cisne

Una amiga que tiene su taller de pintura en el Barrio del Artista me recomienda Black Swan. Dice que se la ha movido todo dentro. Dice que cualquiera que esté del lado del arte debería verla. Rasco tiempo y la veo, extasiado con Natalie Portman en el papel de su vida y con Aronofsky reciclándose a sí mismo. A las dos horas ya estoy a pasos de arrodillarme a rezar, pero el final me decepciona. Otra muerte hollywoodense con tintes de justicia socrática, como Neo en Matrix III o Hartigan, en Sin city: «An old man dies, a young woman lives. Fair trade». Pum.
Me gusta más el subtexto de los pasos intermedios para alcanzar la excelencia artística: Black Swan es una enseñanza moral para todo aquél que piensa que convertirse en escritor, pintora, cineasta o bailarina es pedirle deseos a la lámpara maravillosa. Va a ser que no: el rigor, el rigor es la fórmula, y aprender a demorarse, e ir al fondo de la propia esencia incluso a riesgo de descubrir que el arte es algo más que aplicar correctamente las técnicas.
El arte bien logrado dispara el interés en muchas direcciones, y, sobre todo, provoca pruebas ostensibles de humildad: cuánto Joyce y Chéjov para escribir una sola línea; cuánto Serrat y Sabina para componer una sola cadencia melódica. Aronofsky dice que tuvo que absorber todo Dostoievsky, Polanski y Tchaikovski para, recién, empezar a tener una idea de su película. Uno piensa que escribe cuentos, pero sólo junta palabras cuando se vuelve a leer a Maupassant y a Calvino.
Hace poco leí que frente al boom de novelas como las de Stieg Larsson (cuyo autor está muerto pero su prosa, a mi juicio, está muy viva) y las de Don Brown (cuyo autor está vivo y su prosa…), Edward Docx propuso recuperar el debate de la excelencia literaria: «Necesitamos recordarnos la diferencia —a falta de una mejor terminología— entre ficción literaria y ficción popular; porque, parafraseando mal al ensayista literario Isaac D’Israeli, “me parece una miserable compulsión nacional sentirse gratificado por la mediocridad cuando tenemos ante nosotros lo excelente”». Pues qué decir: la cercanía de esos robles enormes no deja ver el bosque, un bosque que se vuelve laberinto de papeles y novedades y nombres y comentarios: al final tanto aire y tan poco oxígeno literario que nos permita seguir haciendo combustión.
Con Brown no hay remedio: para proezas así, es mejor seguir viendo a Indy cambiando el ídolo de oro por una bolsa de arena. Pero el problema de Larsson, creo, no es la construcción de personajes potentísimos (Lisbeth Salander haría palidecer a una Jane Austen del siglo xxi), sino, otra vez, el de resolver asuntos de trama sin aprender los pasos intermedios. Nina no ensayó El lago de los cisnes hasta caer exhausta: ensayo su parte luminosa y su parte oscura, y por eso cayó. En la cultura del tercer milenio, parece que los artistas sólo están dispuestos a las mieles del proceso creativo. Pero a veces, los pasos no salen; los dedos se agarrotan frente al piano; la página sigue en blanco delante de nosotros. Frente a eso, hay pocos que quieran hacerla.
Me ha movido Black Swan. Sí. Pero tristemente, para repensar la profecía autocumplida: los verdaderos artistas están dando cantos de cisne.

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