viernes, 4 de febrero de 2011

Ganas de nada

Días imperfectos para el pez plátano. En fin, hay que darse permiso de andar así. Todo cuesta más si te equivocaste en el supermercado y compraste jabón Down.
En estos días mejor quedarse arropado, leer, tomar chocolate. No vaya usted a comprar libros, porque las ausencias en las librerías poblanas son imperdonables y aumentan la tristeza. Ya es imposible hallar, por ejemplo, El arte de amargarse la vida, un libro necesario sobre todo en las buenas rachas, y que siempre esperará una relectura sincera. Allí, Paul Watzlawick comienza diciendo una máxima hinchada de sarcasmo y que, por lo mismo, es posible tomar por cierta: «No hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos». La Facultad de Psicología de la institución en la que trabajo tenía, en sus estantes, un descuadernado ejemplar del libro de Watzlawick. Las anotaciones al margen, escritas a lápiz por los lectores anteriores, me dieron tanta risa que preferí dejarlo a la mitad. No sé si la Facultad aún lo conserva o lo mandó a restauración: uno lo abría y, como la imagen que nos regalara Cortázar, volaban las mariposas de papel marrón hasta el suelo. Una imagen tristísima, por cierto.
La verdad, entristece menos hacer viajes mentales a Europa del Este. Ahora que casi nadie desea ser apoyado por optimistas redomados a lo Kundera, habría que volver, una y otra vez, a otro olvido editorial impresentable: Witold Gombrowicz.
A los sesenta y cuatro años, ya muy enfermo en Vence, el polaco sabe que no va a brincarla. C’est tout, le empieza a susurrar la pálida. Pero en medio de dolores, se anima a un gesto final increíble: dicta desde su cama una cátedra de filosofía, con sólo dos alumnos en el aula: su amigo Dominique de Roux y su mujer, Rita Gombrowicz. Tamaña cosa: Gombrowicz no pide ridículamente que le lean fragmentos del Altazor, pide que escuchen lo que verdaderamente debería ser una clase de filosofía: una petición desesperada de tiempo para que la vida te deje terminar la lección.
No sé cómo tomar esa última voluntad, pues en sí misma es paradójica. El autor de Ferdyduke y de Pornografía (el primero, un objeto de colección; al segundo, lo observo ahora en mi biblioteca, un regalo de Fernando Emmerich en el Chile grisáceo de principios de siglo) se anima a hablar de Kant y de Husserl, de Sartre y de Hegel, mientras Dominique y Rita toman notas desordenadas, no sé si por esnobs, no sé si por desviar el último deseo de Witold, pues días antes el enfermo le había pedido a Constantine Jelenski y a De Roux que le acercaran un frasco con veneno (like Sócrates, otra forma ridícula de morir).
Esos apuntes incompletos fueron publicados en 1995, y traducidos en 1997 por Tusquets como Curso de filosofía en seis horas y cuarto. Se trata de un libro para sonreír en medio de la amargura; mas al igual que el Curso de lingüística general de Saussure, no se lee al maestro, sino cómo los discípulos lo escucharon. Convertidos en replicantes de los listillos Charles Bally y Albert Sechehaye, los apuntes de Dominique de Roux y Rita Gombrowicz se abren en cualquier parte, iluminan, hacen reír: «El existencialismo nació directamente del ataque de Kierkegaard contra Hegel. A decir verdad, no hay sólo una escuela existencialista sino varias; entre otras, las de Jaspers, Gabriel Marcel (un pobre idiota), Sartre…». Este Gombrowicz pasado por agua es severo con Gabriel Marcel (quien, al parecer, verdaderamente era un pobre idiota: si dejó dicho que «debemos vivir y trabajar, en cada momento, como si tuviésemos la eternidad ante nosotros», uno empieza a sospecharlo), pero esa severidad esconde, como le ocurre a muchos profesores, una timidez crónica, una sensación de agresión del mundo. Por razones mentales o comerciales, más que sugerir leer a Gombrowicz, la máxima debería ser: encuentra a Gombrowicz. Encuentra sus diarios, sus relatos, sus cartas argentinas, su anecdotario en el que destaca una tensa cena con Bioy Casares y su mujer. No sé si alguna vez Bioy le dictó a Silvina Ocampo un curso de la historia del pensamiento tan express y sensible como éste, pero que la misma filosofía se ubique en el sentido común de la relación entre marido y mujer da mucho en qué pensar.
El pez plátano está en el agua, y ya se siente mucho mejor.

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